Reflexiones Inconexas: La hipocresía de los políticos (II)

Voy a compartir con ustedes, parte del texto de la conferencia pronunciada ante el Club Nacional de la Prensa en Washington por el señor Teodoro Moscoso, producida el 15 de febrero del año 1965 o 1966, exactamente el año no se, para ese momento era Director para la América Latina de la Administración para el Desarrollo Internacional (ADI). Cuando hago esto, es que me llama poderosamente la atención, como un Presidente, parafrasea expresiones que fueron utilizadas en los años 60. Cuando lean el texto, se darán cuenta que pareciera una repetición de la historia que nunca se escribió, y hay que comenzar de nuevo.
Revolución Social: Me oiréis repetir hoy la palabra revolución muchas veces. Es la única palabra apropiada, y ciertamente, no es una palabra que infunda temor a ningún americano. Hoy día la América Latina se encuentra claramente, a la mitad de una revolución de grandes alcances. No es una revolución comunista, y ni siquiera inspirada por los comunistas, si bien es cierto que los comunistas tratan por todos los medios a su alcance de aprovecharse de ella para sus propias finalidades. Es una revolución contra la pobreza, el analfabetismo, la injusticia social y la desesperación humana. También la revolución industrial está sentando reales en muchas partes de la América Latina, con la frecuente resultante de barrios insalubres urbanos en los que la pobreza corre parejas con la desesperanza. Y además de estas sacudidas, que los Estados Unidos asimilaron hace muchos decenios, la América Latina está sintiendo la tremenda fuerza de una creciente Revolución Social, no distinta de la que los Estados Unidos han venido absorbiendo gradualmente desde los primeros días del Nuevo Trato. Esta Revolución Social está desarrollando fuerza tremenda debido a que desasosegados millones de seres no están dispuestos a seguir aceptando, como un modo de vida, la ignorancia, la pobreza y la enfermedad.
Un derrotero: Los comunistas sólo pueden apoderarse de estas fuerzas revolucionarias y pervertirlas si los Estados Unidos, y los verdaderos demócratas de la América Latina, renunciamos a nuestras responsabilidades y nuestras tradiciones. No hay nada en las aspiraciones de las grandes masas de la América Latina a la que los Estados Unidos no puedan suscribirse. Son aspiraciones que se recomiendan a nuestras conciencias, a nuestros instintos democráticos y a nuestro sentido de la Historia. Ciertamente, la carta de Punta del Este, que estableció la Alianza para el Progreso, es esencialmente un convenio para una revolución pacífica en escala hemisférica. Para los Estados Unidos, no puede haber más que un derrotero: ayudar a esta revolución pacifica de todo corazón, con todos nuestros recursos y técnicas, con nuestro respaldo moral y político, y vigilar para que no se pervierta o desvíe de la ruta que lleva.
Batalla decisiva: No creo que el Times exagere la realidad. Los riesgos son ciertamente enormes; inmensas las dificultades; y breve el plazo. José Figueres, el ex presidente de Costa Rica, resumió la idea en estas palabras: “En la América Latina es un minuto para la media noche.” No hay tiempo para el ejercicio dialéctico ni la meditación filosófica. Los Estados Unidos y sus aliados latinoamericanos deben poner en juego sus recursos materiales y espirituales a toda velocidad. Como el general que envía sus regimientos a una batalla decisiva, no podemos permitirnos el lujo de desplegar nuestras tropas tranquilamente ni de planear la batalla que va a librarse con la perfección que exigiría la ciencia estratégica. Significa esto que es lo más probable que cometamos errores. Pero hay un error que no podemos cometer, porque sería fatal: esperar, o dejar que la iniciativa se nos escape de las manos. Tenemos que atacar, atacar en masa, a los enemigos, la miseria, la injusticia y la desesperación que aún caracterizan la vida de tantos seres que viven en nuestro Hemisferio. Dije anteriormente que tenemos la tarea de asegurarnos que la Revolución Pacífica iniciada en Punta del Este no sea pervertida por los comunistas. Habrá poco peligro de que tal sucede si todos nos dedicamos a los objetivos de la Alianza, sincera y vigorosamente. Pero también tenemos la tarea de cerciorarnos de que no sea desviada por los elementos de la extrema derecha, contrarios a la reforma social, a las reformas que ellos temen por creer que serían el final de sus privilegios y riquezas. He aquí un punto respecto del cual yo creo que debemos tener la mayor franqueza y claridad.
Fin a la injusticia social: Deseo explicar este punto a nuestros amigos latinoamericanos con la mayor amplitud posible. Me doy perfectamente cuenta de los tremendos ajustes que muchos países tendrán que hacer para cumplir con las obligaciones que han contraído, y de la fuerza de aquellos grupos que quizá traten de hacer fracasar las reformas en diversos países. Sin embargo, el objetivo que persigue la Alianza no es volver a distribuir los pedazos de un pastel que ya está ahí: sino volver a distribuir los pedazos de un pastel que se está agrandando rápidamente. El rico no tiene por qué empobrecerse si el pastel aumenta de tamaño, pero es evidente que el pobre se enriquecerá. Los miembros de la tradicional clase dominante que prestan su apoyo a la Alianza y a sus objetivos no tienen nada que temer: es más, confío que sean los que, en creciente medida, tomen la iniciativa para modernizar a su país. Pero quienes traten de hacer fracasar a la Alianza tendrán mucho qué temer, no de los Estados Unidos sino de su propio pueblo.
Es evidente que la Alianza merece el apoyo del pobre porque su gran objetivo es poner fin a la miseria, el analfabetismo, la enfermedad y la injusticia social. Pero también merece el apoyo de los privilegiados porque es un llamado a su conciencia y a su patriotismo y, también, a su sentido de propia defensa. Estos últimos tienen que elegir entre apoyar los objetivos de la Alianza o exponerse a una revolución destructora de tipo castrista. Refiriéndose a los líderes, industriales y terratenientes de la América Latina, el Presidente Kennedy dijo en Bogotá:
“A no ser que todos estemos dispuestos a contribuir con recursos al desarrollo nacional; a no ser que todos estemos decididos, no sólo a aceptar, sino también a iniciar reformas básicas; a no ser que nos adelantemos a tomar la iniciativa para elevar el bienestar de nuestro pueblo, la dirección y el patrimonio de siglos de civilización occidental se habrán consumido en unos cuantos meses de violencia.”
El Presidente Betancourt, de Venezuela, planteó la cuestión de modo ligeramente distinto cuando observó con sesgado sentido de humor: “Hay que ayudar a los pobres para salvar a los ricos.”
Resultado de un plan de reforma agraria:
Tampoco la reforma agraria, por compleja que resulte en muchos países latinoamericanos, es un preludio de la decadencia productiva. Un ejemplo que viene al caso es la reciente experiencia del Japón. Antes de la segunda Guerra Mundial sólo la tercera parte de los labradores japoneses eran dueños de la tierra que trabajaban. Como consecuencia del plan de reforma agraria que se inició a partir del final de la guerra, el 92 por ciento de los campesinos son propietarios de sus granjas, y producen más alimentos y fibras por hectárea que en ningún otro sitio del mundo. Al propio tiempo, estos labradores, tan prósperos ahora, se han convertido en excelentes clientes de las fábricas que se encuentran en las ciudades, y han contribuido grandemente al brillante resurgimiento económico del Japón.
Me doy cuenta del hecho que hay muchas personas de buenas intenciones, especialmente en los círculos comerciales de la América Latina y de los Estados Unidos, que creen que la fase del desarrollo económico de la Alianza debe ocupar el primer lugar, y que con el tiempo, las reformas sociales y los programas de educación y salubridad seguirán a aquél. En mi opinión, esto es no sólo insostenible en un tiempo de agitación social, sino también económicamente engañoso.
Otro hecho fundamental surge de cualquier estudio profundo de los programas de desarrollo económico. Su éxito depende al fin de cuentas, de los recursos humanos. Si el pueblo de un país goza de buena salud, está educado y persigue un propósito determinado, los programas de desarrollo funcionan, de común, bien, aun en casos en los cuales los recursos naturales adolecen de severas restricciones. Sin embargo, en casos en los cuales el pueblo padece de enfermedades, es analfabeto e inactivo, un programa de desarrollo tiene pocas esperanzas de éxito, a menos que estos recursos humanos se desarrollen al mismo tiempo que los recursos económicos. En otras palabras, el mejoramiento de la educación y de las condiciones de salud de la mayor parte del pueblo no es sólo el fruto del desarrollo, sino que es también un medio esencial de de desarrollo. El pueblo debe ser desarrollado si es que las industrias y la agricultura han de desarrollarse.
La gran tarea en la América Latina, una tarea que necesita de toda la capacidad de los lideres democráticos, consistirá en hacer avanzar el desarrollo económico y la justicia social, lo uno tras lo otro, sin permitir que una cosa se aleje mucho de la otra. Sin justicia social que ayude a obtener el apoyo de las masas, el desarrollo económico no puede ir lejos y sin desarrollo económico, justici9a social sólo puede significar compartir pobreza. Ambos deben estar en estrecha alianza e interdependencia.
Desde el Río Grande hasta la Patagonia: La Alianza ha cautivado la imaginación y enardecido las esperanzas de millones de seres desde el Río Grande hasta la Patagonia. Esas esperanzas deben ser mantenidas y aumentadas en años venideros, y la propia esperanza debe contribuir a desatar las energías creadoras de millones de hombres que pueden vislumbrar un futuro mejor para ellos y para sus hijos. Existe un elemento de muy buena fortuna para la Alianza, el cual merece mención especial. En un momento decisivo de la Historia, la América Latina ha producido un notable número de hombres de gran capacidad y de líderes consagrados a la causa de la democracia. Yo me estremezco al pensar dónde estaríamos hoy sí en lugar de hombres de la talla de los presidentes Lleras Camargo, Frondizi y Betancourt, tuviéramos a Rojas Pinilla, a Perón y a Pérez Jiménez. Hay muchos otros notables líderes democráticos y prometedores jóvenes que ascienden en el escalafón. Sobre esos hombres recaerá la mayor parte de la responsabilidad de hacer un éxito de la Alianza y sobre ellos descenderá también la admiración y la gratitud de todo el Hemisferio.
A medida que ellos y la Alianza para el Progreso adquieren impulso, más y más gente de la América Latina verá Castro como el falso profeta que es, como malogrador de las legítimas aspiraciones de progreso de las masas, y no como un factor de progreso. Ya la Alianza para el Progreso es motivo de creciente esperanza para esos pueblos, mientras que Castro es una esperanza que se desvanece. Confío que en unos pocos meses la revolución de Castro les parecerá a los latinoamericanos como una triste mofa al lado de la realmente gran revolución que significa la Alianza.
Progreso económico, justicia social, educación: estas son las cosas que 200 millones de latinoamericanos necesitan y anhelan. Estos son los elementos que, junto con la propia autoayuda de esos pueblos, moviliza rápidamente la Alianza para que se cumpla ese anhelo. Es esta una obra grande y noble, una obra que habrá de incitar a los hombres desde Buenos Aires hasta Seattle. Es asimismo una obra en que se entrelazan por fin los sueños de Washington y Jefferson, de una parte, y de Bolívar de la otra. Del mismo modo que los patriotas norteamericanos ayudaron y estimularon a los sudamericanos en su lucha por su liberación de la tiranía imperial española, hoy los descendientes de Washington lucharán lado a lado con los descendientes de bolívar contra la tiranía de la pobreza y la injusticia. Y de aquí a muchos años, los pueblos dirán que esta fue la época en que los americanos del sur y los del norte se unieron para forjar su más espléndido destino.
Reflexión: Cuarenta y dos años han pasado desde esta conferencia, hay muchas preguntas que podríamos hacernos en relación a los pueblos latinoamericanos, pero especialmente del pueblo venezolano, ¿Qué pasó en este tiempo?, porque no avanzamos como país, hoy todo parece una novela y con capítulos extraídos de la Historia. Cada día oímos la historia de los años sesenta que se repite, parece ser que no tenemos futuro, solamente pasado, y un pasado muy triste porque no hemos avanzado nada. El actual gobierno, revolucionario por cierto, no tiene brújula o mejor dicho no tiene norte, cada día inventamos algo nuevo a ver si pega, si no la desechamos y comenzamos otra vez. Frustraciones, esperanzas que se perdieron, y sigue la pobreza, la injusticia social, reinando en un país rico para unos y pobre para la inmensa mayoría que sigue aferrada a la idea que si le van a cumplir. Cuando será el día que pensemos realmente en nuestro país primero, los otros pueden esperar. ¡quiéranse!

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