Reflexiones Inconexas: La hipocresía de los políticos
Esto que voy a compartir con ustedes, se escribió en 1965 con motivo de recordar los programas en ejecución desde que se suscribió la carta de Punta del Este, bajo la cual fue creada la Alianza para el Progreso en agosto de 1961. El pregón revolucionario por la justicia era un clamor para acabar con el sistema feudal de amos y siervos que arranca sus raíces de las profundidades más sombrías de la historia.
A despecho del idealismo y la sinceridad de los grandes conductores revolucionarios que pasaron por la historia de la América Latina, la promesa de dotar de una heredad a todos los hombres ha quedado amargamente frustrada como una esperanza incumplida hasta el siglo veinte. Hoy, después de 50 años, otra revolución que promete la tierra a quien la trabaja va extendiéndose con nuevo vigor por todo el ámbito del continente. Su objetivo es, precisamente, realizar el sueño que Bolívar, San Martín, O’Higgins y Zapata habían concebido en su día. Pero incluso estos hombres visionarios se habrían quedado asombrados ante las circunstancias en que se desenvuelve la nueva revolución. Porque, la de ahora, es una revolución que se hace sin haberse disparado un tiro, sin que se haya quemado una sola casa y sin derramar ni una gota de sangre.
La nueva revolución, bajo el emblema que enarbolaba la bandera azul y verde de la Alianza para el Progreso – “tierra para los hombres que la trabajan”—benefició a millares de familias sin tierra en el espacio de sólo dos años. Para Teodoro Moscoso, ex representante de los Estados Unidos en el Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso, respondiendo a ciertas críticas explicó que, bajo ese programa, se ha conseguido “más progreso en dos años, en áreas tan importantes como las de la reforma impositiva y agraria, que lo logrado por la América Latina en todo el siglo anterior.”
Pero, al mismo tiempo, los problemas y obstáculos que encara la reforma agraria son los más formidables entre todos los que la Alianza tuvo que resolver. Ningún otro objetivo de la Alianza suscita un grado más intenso de convicción emocional, tanto a favor como en contra, que la reforma agraria. No obstante, los fundadores y conductores de la Alianza están acordes en que la distribución equitativa de la tierra constituye un paso esencial hacia la meta final de que todos los hombres compartan los frutos del progreso.
La reforma agraria implantada bajo la Alianza para el Progreso va más allá de la fórmula de los primitivos caudillos revolucionarios que meramente contemplaba el despojo a los grandes latifundistas para ceder la tierra a los que carecían de ella. Los programas de la Alianza incorporan la ayuda técnica y financiera en beneficio de los nuevos propietarios de la tierra, facilitando a éstos préstamos de interés reducido para la adquisición de forrajes, fertilizantes, implementos agrícolas, semillas, animales y material de construcción. La Alianza incluye en sus programas la organización de servicios de extensión agrícola que proporcionan al campesino asesoramiento técnico sobre los métodos de conservar el terreno, combatir las plagas e insectos, hacer crianza de animales, con el fin de que las nuevas propiedades lleguen a ser, por muchas generaciones, la base de sostenimiento del campesino y su familia. Agencias del gobierno, asimismo, asesoran al pequeño agricultor en el empleo de nuevas técnicas de comercialización de sus productos, para aumentar sus ingresos. Y, paralelamente, los gobiernos están asumiendo para sí la responsabilidad de construir caminos rurales de acceso, sistemas de regadío, y desmatonar las tierras vírgenes.
La nueva reforma agraria no sólo beneficia a los que carecen por completo de tierras, sino también a millares de campesinos que viven en minifundios de dos o tres hectáreas donde no se puede obtener ni lo más esencial para la existencia. La reforma reconoce, igualmente, la necesidad de ayudar a muchos millares de campesinos que viven y trabajan en tierras sobre las cuales no poseen titulo legal ninguno.
La resistencia a la reforma agraria comienza, naturalmente, a tiempo de que las instituciones del gobierno adquieren la tierra para su reparto. Esto ocurre a despecho de que las leyes de la reforma agraria latinoamericana tienden a la explotación de vastas regiones de tierras baldías o pobremente cultivadas y no fijan límite alguno a la extensión de tierra que un hombre puede poseer si es para cultivarla y utilizarla personalmente. La ley típica, entre ellas, establece un Instituto Autónomo de Reforma Agraria (Instituto Agrario Nacional) encargado de llevar a cabo los estudios geográficos, adquirir y repartir la tierra, construir caminos de acceso y canales de riego, y prestar ayuda técnica y financiera a los colonos.
La tierra se distribuye e parcelas de 50 a 100 hectáreas entre aquellos campesinos de 18 años de edad, o mayores, que comprueben su necesidad de ellas. Se concede preferencia a los a los que tienen familias numerosas y viven en las inmediaciones. Los que resultan elegidos por el instituto adquieren el compromiso de trabajar y vivir en la tierra con sus familias, y llenar los requisitos exigidos en cuanto al tipo y extensión de los cultivos.
No obstante, se han registrado progresos importantes en el reparto real de las tierras a las personas que carecen de ellas. En Venezuela, entre los años 1960 y 1962, se distribuyó 1.530.000 hectáreas de tierra entre 56.000 familias. La meta que Venezuela se ha fijado es establecer en sus tierras a un número adicional de 100.000 familias en el período 1963-66, beneficiando, de por consiguiente, casi al total de las 180.000 familias que necesitan tierras en este país. Otra de sus metas es elevar la renta mínima de los trabajadores del agro en un 80 por ciento.
Simultáneamente, todos los gobiernos están reconociendo la importancia de la ayuda técnica y financiera a los que reciben tierras por primera vez. En rigor, los reformadores agrarios del siglo veinte concuerdan en que la revolución no podrá alcanzar el éxito deseado sí los campesinos se limitan únicamente a recibir tierras, pero no se les da educación, ni se les asesora en los modernos métodos para cultivar y conservar la tierra, ni se les otorga préstamos de bajo interés para el desarrollo agrícola. En vista de ello, las naciones de la Alianza para el Progreso están en proceso de organizar y ampliar sendos programas dinámicos orientados al propósito de llevar a cabo esas vitales funciones.
Los servicios de extensión agrícola de Venezuela, que benefician al agricultor pequeño, han crecido considerablemente a tono con la actividad del programa de reforma agraria de ese país. El número de oficinas de extensión agrícola aumentó de 124 a 140 en 1962, y se proyecta llegar para fines de 1966 a un total de 500 oficinas. El crédito agrícola ha aumentado en una proporción del 25 por ciento en 1963.
Pero queda todavía por librar una dura batalla en muchas partes de la América Latina para desterrar, de una vez por todas, los vestutos sistemas feudales y reemplazarlos con vigorosos programas de desarrollo agrícola que conviertan a la mayoría de los campesinos en los orgullosos propietarios de su tierra.
La cínica afirmación de que la reforma agraria no ha de salir de un sueño irrealizable, ha quedado desmentida en México y en Venezuela, lo mismo que en otras partes del mundo, como lo atestiguan los espectaculares éxitos alcanzados por los programas del Japón y Formosa.
Uno de los factores principales que asegura el buen éxito de la nueva reforma agraria, aun cuando demora su progreso, es el respeto hoy existente por la justicia, a la par que la determinación de los conductores de la reforma por hacer que se garantice conforme a ley el derecho a la propiedad privada, librando a ésta de los peligros de la confiscación arbitraria o el despojo sin el pago de una justa compensación.
Una fuerza adicional que opera a favor de la nueva revolución es la representada por una nueva conciencia surgida en las generaciones nuevas de aquellas clases sociales que, en la América Latina, detentaban tradicionalmente la tierra.
En un articulo publicado en Life en Español, Teodoro Moscoso decía que es posible advertir un cambio en estas familias privilegiadas de la América Latina, ya que los hijos de los oligarcas “comienzan a ver lo que tantísimos de sus padres no podían verlo – que el viejo orden está condenado a cambiar en un mundo que se transforma velozmente; y lo que es más, hacen algo positivo en ese sentido.”
En un país tras otro – decía Moscoso – esa nueva generación está “penetrando resueltamente allí donde el terreno está lleno de fango y es peligroso.” Y citaba al propósito las declaraciones de uno de esos jóvenes:
“Hasta su muerte reciente, mí padre era uno de los hombres más ricos de esta tierra. Mis hermanos y yo heredamos su dinero. No sé si yo podré legar algo a mis hijos, pero esto carece de importancia. El dinero que recibí no me dio ni seguridad ni felicidad. Nadie podía sentirse seguro ni feliz en este país. Anhelo que mis hijos hereden sobre todo una vida segura y pacifica, en un ambiente de libertad.”
“Dentro de algunos años” – concluía diciendo Moscoso – “cuando los historiadores señalen a la Alianza para el Progreso como el momento decisivo en la epopeya de las Américas, se olvidarán de los edificios y las carreteras, de los libros de texto y las medicinas que trajo el programa, y escribirán sobre los nuevos conductores que han tomado su inspiración en los nobles objetivos de la Alianza.”
Alianza para el Progreso – “revolución contra la pobreza, analfabetización y la injusticia social.” Cabe hacernos una pregunta, de allá a aquí, ¿Qué pasó? Nos perdimos en el camino, porque hoy estamos comenzando de nuevo.
“Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, no se puede esperar salvar a los pocos que son ricos.” John F. Kennedy (De su Discurso Inaugural el 20 de enero de 1961). ¡quiéranse!
A despecho del idealismo y la sinceridad de los grandes conductores revolucionarios que pasaron por la historia de la América Latina, la promesa de dotar de una heredad a todos los hombres ha quedado amargamente frustrada como una esperanza incumplida hasta el siglo veinte. Hoy, después de 50 años, otra revolución que promete la tierra a quien la trabaja va extendiéndose con nuevo vigor por todo el ámbito del continente. Su objetivo es, precisamente, realizar el sueño que Bolívar, San Martín, O’Higgins y Zapata habían concebido en su día. Pero incluso estos hombres visionarios se habrían quedado asombrados ante las circunstancias en que se desenvuelve la nueva revolución. Porque, la de ahora, es una revolución que se hace sin haberse disparado un tiro, sin que se haya quemado una sola casa y sin derramar ni una gota de sangre.
La nueva revolución, bajo el emblema que enarbolaba la bandera azul y verde de la Alianza para el Progreso – “tierra para los hombres que la trabajan”—benefició a millares de familias sin tierra en el espacio de sólo dos años. Para Teodoro Moscoso, ex representante de los Estados Unidos en el Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso, respondiendo a ciertas críticas explicó que, bajo ese programa, se ha conseguido “más progreso en dos años, en áreas tan importantes como las de la reforma impositiva y agraria, que lo logrado por la América Latina en todo el siglo anterior.”
Pero, al mismo tiempo, los problemas y obstáculos que encara la reforma agraria son los más formidables entre todos los que la Alianza tuvo que resolver. Ningún otro objetivo de la Alianza suscita un grado más intenso de convicción emocional, tanto a favor como en contra, que la reforma agraria. No obstante, los fundadores y conductores de la Alianza están acordes en que la distribución equitativa de la tierra constituye un paso esencial hacia la meta final de que todos los hombres compartan los frutos del progreso.
La reforma agraria implantada bajo la Alianza para el Progreso va más allá de la fórmula de los primitivos caudillos revolucionarios que meramente contemplaba el despojo a los grandes latifundistas para ceder la tierra a los que carecían de ella. Los programas de la Alianza incorporan la ayuda técnica y financiera en beneficio de los nuevos propietarios de la tierra, facilitando a éstos préstamos de interés reducido para la adquisición de forrajes, fertilizantes, implementos agrícolas, semillas, animales y material de construcción. La Alianza incluye en sus programas la organización de servicios de extensión agrícola que proporcionan al campesino asesoramiento técnico sobre los métodos de conservar el terreno, combatir las plagas e insectos, hacer crianza de animales, con el fin de que las nuevas propiedades lleguen a ser, por muchas generaciones, la base de sostenimiento del campesino y su familia. Agencias del gobierno, asimismo, asesoran al pequeño agricultor en el empleo de nuevas técnicas de comercialización de sus productos, para aumentar sus ingresos. Y, paralelamente, los gobiernos están asumiendo para sí la responsabilidad de construir caminos rurales de acceso, sistemas de regadío, y desmatonar las tierras vírgenes.
La nueva reforma agraria no sólo beneficia a los que carecen por completo de tierras, sino también a millares de campesinos que viven en minifundios de dos o tres hectáreas donde no se puede obtener ni lo más esencial para la existencia. La reforma reconoce, igualmente, la necesidad de ayudar a muchos millares de campesinos que viven y trabajan en tierras sobre las cuales no poseen titulo legal ninguno.
La resistencia a la reforma agraria comienza, naturalmente, a tiempo de que las instituciones del gobierno adquieren la tierra para su reparto. Esto ocurre a despecho de que las leyes de la reforma agraria latinoamericana tienden a la explotación de vastas regiones de tierras baldías o pobremente cultivadas y no fijan límite alguno a la extensión de tierra que un hombre puede poseer si es para cultivarla y utilizarla personalmente. La ley típica, entre ellas, establece un Instituto Autónomo de Reforma Agraria (Instituto Agrario Nacional) encargado de llevar a cabo los estudios geográficos, adquirir y repartir la tierra, construir caminos de acceso y canales de riego, y prestar ayuda técnica y financiera a los colonos.
La tierra se distribuye e parcelas de 50 a 100 hectáreas entre aquellos campesinos de 18 años de edad, o mayores, que comprueben su necesidad de ellas. Se concede preferencia a los a los que tienen familias numerosas y viven en las inmediaciones. Los que resultan elegidos por el instituto adquieren el compromiso de trabajar y vivir en la tierra con sus familias, y llenar los requisitos exigidos en cuanto al tipo y extensión de los cultivos.
No obstante, se han registrado progresos importantes en el reparto real de las tierras a las personas que carecen de ellas. En Venezuela, entre los años 1960 y 1962, se distribuyó 1.530.000 hectáreas de tierra entre 56.000 familias. La meta que Venezuela se ha fijado es establecer en sus tierras a un número adicional de 100.000 familias en el período 1963-66, beneficiando, de por consiguiente, casi al total de las 180.000 familias que necesitan tierras en este país. Otra de sus metas es elevar la renta mínima de los trabajadores del agro en un 80 por ciento.
Simultáneamente, todos los gobiernos están reconociendo la importancia de la ayuda técnica y financiera a los que reciben tierras por primera vez. En rigor, los reformadores agrarios del siglo veinte concuerdan en que la revolución no podrá alcanzar el éxito deseado sí los campesinos se limitan únicamente a recibir tierras, pero no se les da educación, ni se les asesora en los modernos métodos para cultivar y conservar la tierra, ni se les otorga préstamos de bajo interés para el desarrollo agrícola. En vista de ello, las naciones de la Alianza para el Progreso están en proceso de organizar y ampliar sendos programas dinámicos orientados al propósito de llevar a cabo esas vitales funciones.
Los servicios de extensión agrícola de Venezuela, que benefician al agricultor pequeño, han crecido considerablemente a tono con la actividad del programa de reforma agraria de ese país. El número de oficinas de extensión agrícola aumentó de 124 a 140 en 1962, y se proyecta llegar para fines de 1966 a un total de 500 oficinas. El crédito agrícola ha aumentado en una proporción del 25 por ciento en 1963.
Pero queda todavía por librar una dura batalla en muchas partes de la América Latina para desterrar, de una vez por todas, los vestutos sistemas feudales y reemplazarlos con vigorosos programas de desarrollo agrícola que conviertan a la mayoría de los campesinos en los orgullosos propietarios de su tierra.
La cínica afirmación de que la reforma agraria no ha de salir de un sueño irrealizable, ha quedado desmentida en México y en Venezuela, lo mismo que en otras partes del mundo, como lo atestiguan los espectaculares éxitos alcanzados por los programas del Japón y Formosa.
Uno de los factores principales que asegura el buen éxito de la nueva reforma agraria, aun cuando demora su progreso, es el respeto hoy existente por la justicia, a la par que la determinación de los conductores de la reforma por hacer que se garantice conforme a ley el derecho a la propiedad privada, librando a ésta de los peligros de la confiscación arbitraria o el despojo sin el pago de una justa compensación.
Una fuerza adicional que opera a favor de la nueva revolución es la representada por una nueva conciencia surgida en las generaciones nuevas de aquellas clases sociales que, en la América Latina, detentaban tradicionalmente la tierra.
En un articulo publicado en Life en Español, Teodoro Moscoso decía que es posible advertir un cambio en estas familias privilegiadas de la América Latina, ya que los hijos de los oligarcas “comienzan a ver lo que tantísimos de sus padres no podían verlo – que el viejo orden está condenado a cambiar en un mundo que se transforma velozmente; y lo que es más, hacen algo positivo en ese sentido.”
En un país tras otro – decía Moscoso – esa nueva generación está “penetrando resueltamente allí donde el terreno está lleno de fango y es peligroso.” Y citaba al propósito las declaraciones de uno de esos jóvenes:
“Hasta su muerte reciente, mí padre era uno de los hombres más ricos de esta tierra. Mis hermanos y yo heredamos su dinero. No sé si yo podré legar algo a mis hijos, pero esto carece de importancia. El dinero que recibí no me dio ni seguridad ni felicidad. Nadie podía sentirse seguro ni feliz en este país. Anhelo que mis hijos hereden sobre todo una vida segura y pacifica, en un ambiente de libertad.”
“Dentro de algunos años” – concluía diciendo Moscoso – “cuando los historiadores señalen a la Alianza para el Progreso como el momento decisivo en la epopeya de las Américas, se olvidarán de los edificios y las carreteras, de los libros de texto y las medicinas que trajo el programa, y escribirán sobre los nuevos conductores que han tomado su inspiración en los nobles objetivos de la Alianza.”
Alianza para el Progreso – “revolución contra la pobreza, analfabetización y la injusticia social.” Cabe hacernos una pregunta, de allá a aquí, ¿Qué pasó? Nos perdimos en el camino, porque hoy estamos comenzando de nuevo.
“Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, no se puede esperar salvar a los pocos que son ricos.” John F. Kennedy (De su Discurso Inaugural el 20 de enero de 1961). ¡quiéranse!
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