Historias Inconexas: ¿A quién hay que fusilar?
A las cuatro de la tarde llegué a Pinar del Río, una capital de provincia a 200 kilómetros al oeste de La Habana y, tal como me había anunciado Fidel, no fue difícil encontrarle. Estaba en la plaza principal, rodeado por 100.000 personas – es la cifra que dieron los periódicos, quizás un poco hinchada --, una multitud vibrante, cálida, entusiasta, con los sombreros volando por los aires. ¡Qué dicha, una revolución tan popular!
Simplemente, bastaba con atravesar aquella multitud. Había un jaleo espantoso, tres emisoras distintas radiaban el desfile a voz en grito: “¡Los machetes apuntando contra la agresión extranjera!” (en este caso la agresión norteamericana). Y ante él pasaban los jóvenes armados con machetes, montando pequeños caballos. Con mala intención, me los imaginé atacando a sablazos las bombas atómicas norteamericanas.
En medio del jaleo volví a empezar mi exposición, que Jacques Chonchol iba traduciendo. De pronto, Fidel dijo:
--Ahora me toca hablar a mí.
Y habló durante una hora y media. Por una vez, no se excedió demasiado. Se le veía un auténtico pedagogo, pues el tiempo pasaba y el pueblo no dejaba de escucharle. Al cabo de una hora y media nos dijo:
--Hasta ahora.
Pero no dijo dónde. Regresamos al hotel y tomamos una ducha, pues hacía mucho calor. Luego Alonso telefoneó a todas partes –a la prefectura, al ayuntamiento, al INRA, incluso a la policía – para averiguar dónde estaba Fidel. Finalmente supimos que nos aguardaba en el campamento militar, a diez kilómetros de allí. Inmediatamente acudimos, junto con Jacques Chonchol, que luego sería ministro de Agricultura de Allende y que actualmente es refugiado político en Paris, donde enseña en el Instituto de Altos Estudios de América Latina.
En el comedor de los oficiales nos preguntaron si habíamos comido; ni nos habíamos acordado. Se nos sirvió pollo en abundancia, y luego moros y cristianos – los moros son las habichuelas negras, y los cristianos el arroz blanco--, el plato tradicional de Cuba. Fidel llegó con el semblante fatigado. Pero, después de haber comido, se recuperó rápidamente. Estaba situado en el extremo de la mesa, y entre nosotros había seis oficiales a la derecha y seis a la izquierda; no había manera de entendernos. Con autoridad, situé a Chonchol entre Fidel y yo, y Fidel me dijo:
--No lo entiendo. Según parece, tú insinúas que eso va mal; sin embargo, Jean-Paul Sastre vino a vernos en enero, con Simona de Beauvoir, y pasaron tres semanas en Cuba. En “France-Soir” publicaron una serie de artículos…
Por aquellos días, en La Habana se reproducían, en “Revolución”, aquellos artículos en los que Sastre declaraba aproximadamente que todo cuanto se hacía en Cuba en el orden económico estaba bien, era casi perfecto. La tesis general era que, puesto que se había derribado al capitalismo, la orientación resultaba forzosamente buena, y que todo funcionaría bien. Sin capitalismo, ¿cómo podían existir aún dificultades…?
--Jean-Paul Sastre – le respondí – es un gran escritor, un importante hombre de teatro, un extraordinario filósofo, pero ha dado muy poco que hablar entre los economistas.
Y nosotros, los agrónomos, tampoco le consideramos uno de los nuestros.
Durante tres horas sin interrupción, rehice mi exposición a Fidel, que me escuchó y comprendió que se trataba de algo serio. Al terminar me dijo:
--¿Cuándo piensa regresar?
--A sus órdenes.
Fui invitado a regresar, en esta ocasión como experto del Gobierno cubano, en agosto de 1960.
Al día siguiente, puesto que había sido recibido por Fidel, ya no era un invitado cualquiera, sino una alta personalidad. Por tanto, se me pidió que asistiese a una conferencia de prensa para responder a las preguntas de los periodistas. Solo que se olvidaron de indicarme dónde; tardamos dos horas en encontrar el sitio.
Por sexta vez lancé mi perorata ante una veintena de periodistas y doce directores generales del INRA. Luego de una hora de exposición, uno de los periodistas se levantó y dijo:
--Si todo va tan mal como eso, habría que fusilar a uno de los veintisiete jefes de zona agrícola.
Chonchol me miró y palideció; yo también. Si hubiese que fusilar a cada agrónomo responsable de un error, ya haría mucho tiempo que no habría ni un solo agrónomo vivo en el mundo. Todos nos equivocamos, y yo como los demás, principalmente porque no existe una auténtica ciencia de la agronomía; es un arte que utiliza numerosas ciencias, y el error siempre es posible. Simplemente, hay que tratar de darse cuenta a tiempo para poderlo rectificar, y evitar volver a caer en él.
Y, mirando a los directores de la capital, pregunté:
--¿Son verdaderamente los jefes de zona, los hombres de allí, los auténticos culpables? ¿O más bien los directores que desde la capital envían una serie de directivas a menudo contradictorias o difícilmente realizables?
Los directores en cuestión empezaron a palidecer. Y finalmente pregunté:
--¿Quién es el responsable supremo del INRA?
Yo sabía que era Fidel. Entonces, silencio general; imposible criticar al gran jefe.
Yo conocía entonces a un jefe de zona que había acumulado cierto número de idioteces: era Pedrito Bettancurt, un desgraciado profesor de economía rural, quien durante treinta años había enseñado, en el Instituto Agronómico de L a Habana, economía rural “según los manuales”. Se le saco de su poltrona, a él, que prácticamente nunca se había enfrentado con problemas técnicos, para ponerle al frente de una empresa de producción agrícola donde debía resolver diariamente problemas prácticos que no estaban previstos ni en su enseñanza, ni en los manuales de economía rural; en especial en los manuales norteamericanos, que él conocía perfectamente, pero que hablaban de problemas totalmente distintos a los de Cuba. Pero, ¿hacerlo fusilar? Sin embargo, me pareció lo más oportuno apartarlo de la dirección de aquella zona de producción agrícola.
Al día siguiente por la mañana, en los periódicos no había ni una sola mención acerca de esta conferencia de prensa. Nada. Mi nombre no apareció en los periódicos cubanos hasta el 6 de febrero de 1971, once años más tarde, para notificar que yo trabajaba para la CIA norteamericana…
Hoy mí país Venezuela, con el actual gobierno ha retrocedido a los años de 1960, una copia al carbón de lo que sucedió en Cuba y que quieren reeditar aquí. Es triste, pero cierto, en el campo venezolano hoy, hay destrucción y no producimos nada. Una agricultura de puerto, peor que la que teníamos en los años de 1970. Pero, quienes opinan sobre el sector agrícola. Gente que de agronomía no sabe nada, pero como son leales al presidente los mantienen allí. Pero de seguir por donde vamos, por mucho petróleo que tengamos el desastre que se avecina no lo para nadie. Los funcionarios del gobierno no escuchan, se hace lo que yo digo. La pregunta que tendríamos que hacernos, es ¿a quien hay que fusilar?.
INRA: Instituto Nacional de la Reforma Agraria.
Esta historia fue extraída del libro Ecología Socialista, escrito por él agrónomo francés Rene Dumont, 1977. Págs. 98-101. Los créditos siguen siendo del autor, al cuál respeto y trato de seguir sus pasos en pro de una Ecología Socialista.
¡quiéranse!
Simplemente, bastaba con atravesar aquella multitud. Había un jaleo espantoso, tres emisoras distintas radiaban el desfile a voz en grito: “¡Los machetes apuntando contra la agresión extranjera!” (en este caso la agresión norteamericana). Y ante él pasaban los jóvenes armados con machetes, montando pequeños caballos. Con mala intención, me los imaginé atacando a sablazos las bombas atómicas norteamericanas.
En medio del jaleo volví a empezar mi exposición, que Jacques Chonchol iba traduciendo. De pronto, Fidel dijo:
--Ahora me toca hablar a mí.
Y habló durante una hora y media. Por una vez, no se excedió demasiado. Se le veía un auténtico pedagogo, pues el tiempo pasaba y el pueblo no dejaba de escucharle. Al cabo de una hora y media nos dijo:
--Hasta ahora.
Pero no dijo dónde. Regresamos al hotel y tomamos una ducha, pues hacía mucho calor. Luego Alonso telefoneó a todas partes –a la prefectura, al ayuntamiento, al INRA, incluso a la policía – para averiguar dónde estaba Fidel. Finalmente supimos que nos aguardaba en el campamento militar, a diez kilómetros de allí. Inmediatamente acudimos, junto con Jacques Chonchol, que luego sería ministro de Agricultura de Allende y que actualmente es refugiado político en Paris, donde enseña en el Instituto de Altos Estudios de América Latina.
En el comedor de los oficiales nos preguntaron si habíamos comido; ni nos habíamos acordado. Se nos sirvió pollo en abundancia, y luego moros y cristianos – los moros son las habichuelas negras, y los cristianos el arroz blanco--, el plato tradicional de Cuba. Fidel llegó con el semblante fatigado. Pero, después de haber comido, se recuperó rápidamente. Estaba situado en el extremo de la mesa, y entre nosotros había seis oficiales a la derecha y seis a la izquierda; no había manera de entendernos. Con autoridad, situé a Chonchol entre Fidel y yo, y Fidel me dijo:
--No lo entiendo. Según parece, tú insinúas que eso va mal; sin embargo, Jean-Paul Sastre vino a vernos en enero, con Simona de Beauvoir, y pasaron tres semanas en Cuba. En “France-Soir” publicaron una serie de artículos…
Por aquellos días, en La Habana se reproducían, en “Revolución”, aquellos artículos en los que Sastre declaraba aproximadamente que todo cuanto se hacía en Cuba en el orden económico estaba bien, era casi perfecto. La tesis general era que, puesto que se había derribado al capitalismo, la orientación resultaba forzosamente buena, y que todo funcionaría bien. Sin capitalismo, ¿cómo podían existir aún dificultades…?
--Jean-Paul Sastre – le respondí – es un gran escritor, un importante hombre de teatro, un extraordinario filósofo, pero ha dado muy poco que hablar entre los economistas.
Y nosotros, los agrónomos, tampoco le consideramos uno de los nuestros.
Durante tres horas sin interrupción, rehice mi exposición a Fidel, que me escuchó y comprendió que se trataba de algo serio. Al terminar me dijo:
--¿Cuándo piensa regresar?
--A sus órdenes.
Fui invitado a regresar, en esta ocasión como experto del Gobierno cubano, en agosto de 1960.
Al día siguiente, puesto que había sido recibido por Fidel, ya no era un invitado cualquiera, sino una alta personalidad. Por tanto, se me pidió que asistiese a una conferencia de prensa para responder a las preguntas de los periodistas. Solo que se olvidaron de indicarme dónde; tardamos dos horas en encontrar el sitio.
Por sexta vez lancé mi perorata ante una veintena de periodistas y doce directores generales del INRA. Luego de una hora de exposición, uno de los periodistas se levantó y dijo:
--Si todo va tan mal como eso, habría que fusilar a uno de los veintisiete jefes de zona agrícola.
Chonchol me miró y palideció; yo también. Si hubiese que fusilar a cada agrónomo responsable de un error, ya haría mucho tiempo que no habría ni un solo agrónomo vivo en el mundo. Todos nos equivocamos, y yo como los demás, principalmente porque no existe una auténtica ciencia de la agronomía; es un arte que utiliza numerosas ciencias, y el error siempre es posible. Simplemente, hay que tratar de darse cuenta a tiempo para poderlo rectificar, y evitar volver a caer en él.
Y, mirando a los directores de la capital, pregunté:
--¿Son verdaderamente los jefes de zona, los hombres de allí, los auténticos culpables? ¿O más bien los directores que desde la capital envían una serie de directivas a menudo contradictorias o difícilmente realizables?
Los directores en cuestión empezaron a palidecer. Y finalmente pregunté:
--¿Quién es el responsable supremo del INRA?
Yo sabía que era Fidel. Entonces, silencio general; imposible criticar al gran jefe.
Yo conocía entonces a un jefe de zona que había acumulado cierto número de idioteces: era Pedrito Bettancurt, un desgraciado profesor de economía rural, quien durante treinta años había enseñado, en el Instituto Agronómico de L a Habana, economía rural “según los manuales”. Se le saco de su poltrona, a él, que prácticamente nunca se había enfrentado con problemas técnicos, para ponerle al frente de una empresa de producción agrícola donde debía resolver diariamente problemas prácticos que no estaban previstos ni en su enseñanza, ni en los manuales de economía rural; en especial en los manuales norteamericanos, que él conocía perfectamente, pero que hablaban de problemas totalmente distintos a los de Cuba. Pero, ¿hacerlo fusilar? Sin embargo, me pareció lo más oportuno apartarlo de la dirección de aquella zona de producción agrícola.
Al día siguiente por la mañana, en los periódicos no había ni una sola mención acerca de esta conferencia de prensa. Nada. Mi nombre no apareció en los periódicos cubanos hasta el 6 de febrero de 1971, once años más tarde, para notificar que yo trabajaba para la CIA norteamericana…
Hoy mí país Venezuela, con el actual gobierno ha retrocedido a los años de 1960, una copia al carbón de lo que sucedió en Cuba y que quieren reeditar aquí. Es triste, pero cierto, en el campo venezolano hoy, hay destrucción y no producimos nada. Una agricultura de puerto, peor que la que teníamos en los años de 1970. Pero, quienes opinan sobre el sector agrícola. Gente que de agronomía no sabe nada, pero como son leales al presidente los mantienen allí. Pero de seguir por donde vamos, por mucho petróleo que tengamos el desastre que se avecina no lo para nadie. Los funcionarios del gobierno no escuchan, se hace lo que yo digo. La pregunta que tendríamos que hacernos, es ¿a quien hay que fusilar?.
INRA: Instituto Nacional de la Reforma Agraria.
Esta historia fue extraída del libro Ecología Socialista, escrito por él agrónomo francés Rene Dumont, 1977. Págs. 98-101. Los créditos siguen siendo del autor, al cuál respeto y trato de seguir sus pasos en pro de una Ecología Socialista.
¡quiéranse!
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