Destino de un niño negro (XI)

Cuando prosigo mi narración, recuerdo un poema de de Meléndez y Valdéz, “La lluvia”, que en primaria recitará:

“Bienvenida, oh lluvia, seas
A refrescar nuestros valles
Y traernos la abundancia
Con tu rocío agradable.

Todo brilla y se renueva;
De aromas se puebla el aire;
Las tiernas mieses espigan
Y florecen los frutales.

Ven, pues; ¡oh! Ven, y contigo
La rica abundancia trae”.
Para completar, porque no había comida, había escasez; bajaba acompañando a un tío y sus compañeros rutinarios, a lo que se conocían como la “Boca del Cocuy” y la “Boca de Cujima”, dos sitios donde se podía pescar. Quedaban del Hato de mi padre, más o menos a 40 minutos en carro y atravesábamos el médano que quedaba antes de llegar a la playa. De vez en cuando el carro se atollaba y había que luchar con el desierto. Eran aguas de profundidad regular, cerca de la costa, en la media noche o también de 3 a 4 de la madrugada. La pesca era una actividad artesanal, los instrumentos que se utilizaban era el chinchorro, la atarraya o los anzuelos. Nos íbamos el sábado al mediodía, después de terminar la faena, y permanecíamos hasta el domingo por la tarde pescando; había fines de semana, que solo sacábamos para comer en la playa, no traíamos nada. Se pescaba mucho pataruco, lisa, bagres y camarones, de vez en cuando un carite. En la playa, hacíamos una fogata y allí asábamos patarucos y lisas para comer, no podía faltar la sal y buenos cuchillos afilados. También mi padre, utilizaba el trueque con los pescadores, cecinas de chivo por pescado; la tarea que nos encomendaban, era, sacar las viseras, abrir y salar, lo colocamos en una cuerda para que se secara; luego lo colocábamos en cuerdas donde guindábamos el pescado ya salado para que se secara. Posteriormente, lo metíamos en una pipa (tonel) para guardarlo. Que rico era aquello.

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